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viernes, 18 de abril de 2014

POR UNA REGENERACIÓN DE RAÍZ (PARTE I)



Nuestra comunidad, como cualquier otra, ostenta principios, valores y singularidades que la definen y marcan sus particularidades, además de que conforman nuestra identidad como musulmanes, tanto a nivel individual como a nivel colectivo.

Estos principios y valores son conocidos sobre el papel; son, aquellos ideales que todos conocemos y que, en base a los cuales, nos decimos ser musulmanes o siervos del Creador de todo lo existente, con la intención – más o menos acertada – de servirle en todo cuanto nos pide.


Sin embargo, son pocos los principios y los valores de nuestro din que son llevados a la práctica, bien por nuestra debilidad espiritual y nuestra falta de consciencia de la presencia divina, -presencia que domina cada segundo de nuestras vidas, seamos conscientes de ello o no-, o bien, por la mala comprensión de los conceptos más básicos, fundamentales y trascendentales del Islam.


Podríamos hablar – tal y como se hace en algunos círculos – de los retos a los que se enfrenta la comunidad musulmana y, consecuentemente, a los de cada individuo de nuestra comunidad. Sin embargo, con ciencia, en conciencia y con consciencia, el único reto trascendental y verdadero al que todo musulmán se enfrenta y se enfrentará hasta el fin de sus días es el de la purificación del ego (nafs).

Y es ahí, precisamente, donde reside el quid de la cuestión, tanto de nuestras desgracias como de nuestras buenaventuras; de nuestra tristeza como de nuestra alegría; de nuestro retroceso como de nuestro avance; de nuestro estancamiento como de nuestro progreso; de nuestra perdición como de nuestra salvación. Todo cuanto pueda avenirnos de manera individual o colectiva a lo largo de esta bendita vida, no deja de ser pruebas y exámenes que Al·lâh nos pone en nuestro día a día, precisamente para eso: para evaluar nuestro ego; para que sepamos – pues Él ya lo sabe – qué es lo que tenemos que cambiar, pues siempre habrá algo que mejorar y pulir, tanto en nuestra relación con Al·lâh. como en nuestra relación con el resto de sus siervos.

Pero poco importa el examen, la prueba, o los retos que se nos pongan por delante, si, una vez ocurridos, no somos capaces – o no tenemos la voluntad – de sentarnos unos momentos para reflexionar cada una de nuestras decisiones, palabras y acciones. Sinceramente, pienso que nos queda muchos estadios espirituales que avanzar, o bien, recibir la baraca divina para poder ser realmente conscientes del valor de cada segundo de nuestras vidas y, sobre todo, de la responsabilidad que tenemos en todos los ámbitos, como creyentes y siervos de Dios.


La zalá (oración) debería de servirnos como momento de reflexión, de recuerdo, de aproximación a nuestro Señor, de renovación del pacto que a Él debemos, de toma de consciencia y de conciencia de nuestra responsabilidad y, consecuentemente, de nuestra toma de cuentas el día en que nos encontremos con Al·lâh y nos juzgue por cada uno de nuestros actos.

No podemos avanzar – ni a nivel individual, y menos a nivel colectivo – si no intentamos extraer de cada zalá el mínimo alimento espiritual que nos ayude a vitalizar nuestros espíritus y a examinar a fondo lo más noble y lo más oscuro de nuestros egos. La oración es el rito por antonomasia donde alimentar nuestra espiritualidad, nuestro lazo indivisible con nuestro Creador. Debemos ser conscientes de lo que significa cada uno de los actos que desarrollamos en la zalá: la lectura de la palabra de Al·lâh; invocarle; recordarle; reverenciarle; y, lo más profundo y trascendente: postrarnos físicamente en el suelo con la faz en la tierra, para que no se nos olvide –aunque sólo sea con nuestro cuerpo–, a quién debemos nuestra total sumisión a su voluntad, que no a la nuestra. Nosotros, los musulmanes, no nos echamos al suelo en la oración, lo que hacemos es demostrar – aunque sólo sea físicamente quién es quién; quién es el Señor Todopoderoso y quién es el siervo.


Sin embargo, ¡cuán lejos se encuentra nuestro ego y nuestro corazón del significado de esa postración al suelo! ¡Cuán lejos nos encontramos de interiorizar esa postración, para que pase de ser una mera posición física a un estado espiritual! Nuestro corazón, en vez de sentir, vivir e interiorizar la magnificencia divina, se satura y deprime por asuntos mundanales, efímeros; y nuestro ego, una vez acabada la zalá – o, más bien, ese arrastre por tierra, para algunos – vuelve a alzarse, altanero, queriendo buscar – de nuevo – su posición en el mundo y, así, no sentirse un pobre desvalido.

Donde otros ven humillación y falta de libertad, nosotros sólo contemplamos – o así debería ser – disfrute y gozo en la entrega completa a aquel que nos ha dispuesto en este mundo, que se nos ha dado a conocer y, como bendita gracia, ha querido elegirnos de entre sus siervos para guiarnos al buen camino y hacer de nosotros musulmanes. Una gracia, ésta, que no sabemos valorar y, sobre todo, agradecer en la mayoría de las ocasiones; pues el agradecimiento no es una mera articulación bucal de alabanzas a nuestro Señor; el verdadero agradecimiento consiste en obrar y dedicar aquello que Él nos ha dado – la vida – en aquello que es de su complacencia.


Bien. Todo lo citado hasta ahora ha sido un preámbulo para un asunto importante al que invito a reflexionar. No podemos concebir ni programar ningún tipo de futuro para nosotros, a modo individual o colectivo, sin vivir despiertos en esa consciencia trascendental de la auténtica servidumbre sincera que, una vez encendida, reaviva nuestro corazón y toda nuestra existencia en aras de ser auténticos regentes (jalifah) de Al·lâh en este mundo.

Por desgracia, la falta de conocimiento y la mala comprensión, incluso, de los principios más básicos y fundamentales del Islam, hacen que en vez de avanzar con paso firme en nuestras vidas por el camino que Al·lâh nos ha marcado, nos encontremos más bien deambulando y dando tumbos de un lado a otro sin saber, realmente, a dónde vamos ni para qué estamos en marcha; sin contar el desconcierto y el despiste que produce la ebriedad de nuestro corazón y en nuestra mente por causa del disfrute falaz de todo cuanto este mundo (dunia) contiene. Es por ello por lo que, en muchas ocasiones, no nos sentimos realizados como musulmanes, pues le dedicamos tiempo – es decir, nuestra vida – a cosas que, realmente, no tienen sentido. Y quisiera recalcar esta palabra: el SENTIDO de nuestra vida.


Como he dicho antes, el único reto trascendental que tiene el ser humano en esta existencia es la de purificar su ego (tazkiyah an·nafs). No hay otro reto mayor que éste y, en él, reside absolutamente todo. Repito, TODO.

Por lo tanto, si queremos alcanzar cualquier meta que nos propongamos, tanto a nivel individual y, sobre todo, a nivel comunitario, no debemos de fijarnos en nada de cuanto nos rodea, más bien, debemos cerrar los ojos y profundizar en lo más adentro de nuestro ser; al lugar que sólo nosotros conocemos verdaderamente, para que a partir de ahí, y con la intención sincera de reformar y arreglar lo que en nosotros hay de mal, podamos sentirnos – que no ser – capaces como para comenzar a proyectar y construir un camino que nos conduzca a objetivos verdaderamente coherentes y consecuentes con lo que el Islam nos exige como musulmanes. Y ello, no puede concebirse sin una cosmovisión correcta del Islam; de saber, conocer y comprender las enseñanzas y principios de la misma esencia de nuestro din, algo que, como dijo el imam Ibnu Alqayyim – que Al·lâh le colme de misericordia: “sólo lo obtiene, quien ha mamado de los pechos de la shari’ah” ('ilâm almuwaqqi'în).

Si ello no hacemos, sólo nos espera el fracaso, por muchos esfuerzos que gastemos y por mucho tiempo que invirtamos en actos y obras que, únicamente, responden a intereses particulares, de nuestro ego, o bien, a conceptos desvirtuados y erróneos de un din, del que, por desgracia, nos encontramos cada día más lejos de poder entender en su esencia más básica y accesible.



Démonos cuenta que, los primeros pasos que se andan en el camino de la purificación espiritual, no deben ir dirigidos a adquirir estaciones (maqâmât) espirituales, sino todo lo contrario: de deshacernos de lo que nos sobra y que no deja lugar a otras. Me explico. Si queremos ser humildes, debemos deshacernos de toda la soberbia y el orgullo que nos corroe; si queremos degustar – aunque sea por un poco – el dulce gusto de la servidumbre a Al·lâh, debemos deshacernos de toda adoración a nuestro ego; si queremos ser más generosos, debemos deshacernos de la avaricia; si queremos ser buenas personas, debemos deshacernos del mal que llevamos por dentro;… nuestros corazones no pueden radiar la Luz divina si no lo limpiamos y le quitamos toda la inmundicia que lo cubre. Pues, tal y como ha dicho Al·lâh – ensalzado sea – en el Corán: “Al·lâh no ha dispuesto en el pecho de las personas dos corazones” (Sura 33 “los coaligados”: 4). Es decir, ante Al·lâh, no vale tener dos caras ni dos disposiciones, pues únicamente tenemos un corazón; y es a Él a quien debemos someterlo y entregarlo. Él sabe perfectamente lo que fluye por nuestro corazón: deseos, pasiones, sentimientos,... por lo tanto, por mucho que queramos aparentar de puertas a fuera algo, nuestro corazón es uno y, éste, atesora nuestra verdadera esencia e identidad. Por ello, no olvidemos las grandes palabras de nuestro amado profeta Mujámmad cuando dijo: "Ciertamente, Al·làh, no se fija ni en vuestro dinero ni en vuestra imagen, sino que se fija en vuestros corazones y en vuestras obras" (Transmitido por Muslim y otros eruditos del jadiz).

¡Meditemos...! (Continuará)

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