LA BIOESPIRITUALIDAD
O LA ERRADA SENDA DEL MÍSTICO AUTODIDACTA
(PARTE I)
No hay persona sobre la faz de la
tierra que no desee llevar una vida feliz. Y todos nosotros, de un modo u otro,
nos afanamos por conseguir los medios que, según creemos o intuimos, pueden
ayudarnos a alcanzar este propósito. Pero ¿qué significa vivir felizmente? Y,
más concretamente, ¿qué es la felicidad?
La felicidad ha sido tema de estudio de
numerosos pensadores, maestros espirituales y filósofos desde los albores de la
existencia del ser humano. Sin embargo, no ha habido unanimidad en cuanto a la
definición de la felicidad, a pesar de ser la meta anhelada por todas las
personas. Tal vez, una explicación de ello se deba a las diferentes culturas,
filosofías, religiones e ideologías que han existido en el mundo y que, consecuentemente,
han configurado los crisoles donde se han fundido los diversos conceptos que se
han esgrimido sobre la felicidad.
Hay gente que ha dicho que la
felicidad consiste en llevar una vida virtuosa; otros han afirmado que una vida
feliz consiste en saber mantener un equilibrio en todas las dimensiones de la
vida; otros, que la felicidad consiste en que el ser humano sea libre y obre
con libertad; otros, que la persona obtiene la felicidad cuando actúa conforme
a sus principios y sus ideales; otros han dicho que, la felicidad, es algo
propio de cada persona y, que, consecuentemente, no habría una felicidad, sino
muchas formas de ser feliz.
Tampoco existe un acuerdo sobre si la
felicidad es en sí misma un fin o, por el contrario, existen cosas felicitantes
que, una vez puestas en práctica, generan en nosotros un estado de bienestar –
ya sea físico, psíquico o espiritual – donde, de un modo u otro, nos sentimos
felices. Sin embargo, del mismo modo en que no existe una única definición sobre
la felicidad, tampoco existe consenso sobre qué cosas son felicitantes en sí
mismas y, por consiguiente, qué formulación mágica de esos elementos
felicitantes sería la idónea y, sobre todo, en qué modo debería aplicarse, para
producir en nosotros esa ansiada felicidad.
Como hemos dicho, ha habido infinidad
de autores de muy diverso perfil que han dedicado toda o parte de su producción
intelectual y/o espiritual para hablar sobre el concepto de la felicidad. Pero,
a pesar del ya citado disenso que ha existido, sí que deberíamos percatarnos de
un hecho fundamental en el que deberíamos meditar y que, además, nos demuestra
algo incuestionable: que alcanzar la felicidad – sea cual fuere – es un
sentimiento inherente al ser humano y, que éste, desea realizar en su
existencia y materializarlo.
Todo ser humano ostenta una esencia propia
que le acompaña durante toda su vida. Y a pesar de nuestras diferentes
disposiciones éticas o modos de entender y vivir nuestra propia existencia,
esta esencia es la fuente que genera nuestra experiencia sentimental, y es la
virtud por la cual tomamos decisiones de carácter moral o humano.
Esta esencia es la que nos hace que
aceptemos o rechacemos – con más o menos intensidad – palabras, actos y
situaciones que se presentan en nuestra vida. Y los sentimientos y sensaciones
que emanan de lo más profundo de nuestro fuero interno son comunes a todos los
seres humanos y producen en nosotros estados de amor, odio, cariño, desprecio, alegría,
tristeza, empatía, etc.
Esta esencia es el motor de nuestro
ser, nuestra consciencia más profunda y sensible, la que nos exige e impone –
aun sin percatarnos de ello – un posicionamiento respecto aquellos asuntos que
nos afectan directa o indirectamente en la relación con nosotros mismos o con
el resto de personas. Es aquí, en las diferentes relaciones que podamos
entablar y establecer con el resto de nuestros congéneres humanos, donde
florecen nuestros sentimientos más puros.
LOS PROBLEMAS QUE ADOLECE LA SOCIEDAD
Hoy día, uno de los problemas
patentes y palpables que adolece nuestra sociedad es la tremenda degradación
humana, manifestada en muchos y diferentes ámbitos, tanto a nivel individual
como colectivo. No vamos a poner sobre el tapete ni tampoco a analizar los
múltiples y diferentes factores que nos han abocado a esta situación de
degradación – por no decir degeneración – pero sí que me gustaría hacer énfasis
en uno de ellos.
Nuestras sociedades han experimentado
un avance tecnológico inimaginable. En este ámbito, el ser humano ha sido capaz
de aportar y desarrollar tal cantidad de invenciones que, hace no muchas
décadas, podrían ser consideradas, no sólo magia, sino elementos propios de la
literatura más fantasiosa e imaginativa. Y, como suele decirse, la realidad ha
superado con creces la ficción.
Desgraciadamente, el progreso
tecnológico ha sido proporcional al retroceso que la sociedad, como colectivo,
ha experimentado en valores y principios humanos. Somos conscientes que en
nuestras sociedades que, supuestamente, gozan de uno de los niveles económicos
y de bienestar más altos del mundo, encontramos como se han extendido y
agravado problemas como la soledad, la pobreza, la desigualdad, el racismo, la xenofobia,
el suicidio,... de un modo exponencial. Sin embargo, lo que más nos causa
pesadumbre – o, por lo menos, debería causárnosla – es el desentendimiento y la
falta de empatía desde los estamentos púbicos y los poderes fácticos para con
las personas que están sufriendo estas enfermedades sociales.
Como acabamos de citar, nosotros,
como ciudadanos de sociedades postindustriales, sentimos que a pesar de tener a
nuestro alcance todos los medios felicitantes que el sistema nos ofrece –
muchos de ellos materiales y relacionados con el consumo –, no por ello nos
sentimos más felices ni, muchos menos, somos más felices.
La razón de ello, es que nuestro
propio ser – aquella esencia a la que hacíamos referencia al principio –, aun habiéndose
atiborrado de todo aquello que le vendían – y nunca mejor dicho – como algo
felicitante en sí mismo, siente un vacío interno, una necesidad no satisfecha. Incluso,
paradójicamente, cuanto más nos entregábamos a estos elixires, más dependencia nos
genera y, además, nunca llegan a saciar nuestra hambre existencial.
En este contexto, son muchísimos los
casos de personas que han sido abducidas por una espiral que invita a los
excesos. Y, éstos, no sólo no han sido malos en muchos casos – como
consecuencia lógica y consecuente de todo exceso –, sino que además, han
provocado enfermedades físicas, psicológicas y espirituales hasta ahora
desconocidas en la historia de la humanidad.
Estos factores han hecho que dentro
de nuestras sociedades encontremos movimientos humanos que, tras un llamamiento
surgido desde su esencia más pura y un ejercicio de consciencia real, se han
percatado de esa necesidad humana que sienten en su interior, y han comenzado a
auscultar otros modos alternativos de vivir la vida – valga la redundancia – a las
que, hasta el momento, no se les había ofrecido atención por diversos motivos,
con el fin de saciar lo que verdaderamente precisa alimento y cuidado: nuestro
ser existencial.
Continuará...
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