Es pues, aquí, donde debemos
realizarnos una pregunta trascendental: “¿Qué es lo que nos mueve a realizar
aquello que el Islam nos dicta como musulmanes? ¿Es el amor profundo que sentimos
por nuestro Señor y que debería arder en nuestro corazón como un magma que fluye por las venas de nuestro espíritu,
o es únicamente el juego “mercantilista” y “material” del: yo doy esto pues sé
que me van a dar a cambio otra cosa?
Todos y cada uno de nuestros actos deben
estar basados en una ética y una espiritualidad. Sin embargo, no podemos
ignorar que la espiritualidad es más importante que la ética, pues antes que la
razón está el corazón y, consecuentemente, el amor que en éste debe existir por
Al·lâh. Ello no significa que nuestras obras no vayan acompañadas de buenas
razones, pero, la base trascendente es la espiritual y no la racional. De lo
contrario, si a la hora de medir las cosas anteponemos un baremo calculador y
racional, el resultado será realmente nocivo. Hoy día, sólo tenemos que echar
un vistazo a nuestra comunidad islámica para darnos cuenta que muchos de los
problemas que los musulmanes sufrimos a nivel individual o colectivo tienen
origen en esta forma de medir y valorar las cosas.
Es aquí donde quisiera hacer un
inciso respecto a los nuevos musulmanes y a las personas que se aproximan y
acercan al Islam para conocerlo.
Visto lo visto, no es de extrañar que
mucha gente que entra en el Islam decida tomar “otro” camino dentro del propio
Islam – por muy heterodoxo que pueda llegar a ser – buscando en él lo que las
personas – y no el Islam – no le han podido ofrecer y que responda a sus
necesidades espirituales más básicas; o, incluso – por desgracia – deja el
Islam porque, a fin de cuentas, el “Islam” no le ha otorgado aquello que
ansiaba encontrar una vez estando dentro de él.
O, lo que es todavía peor,
encontramos a quien abandona el Islam por culpa de aquellos hermanos musulmanes
que no dejan de atosigarles a base de designios y normativas “militares”
totalmente vacíos de cualquier tipo de pedagogía y espiritualidad islámicas;
creyendo esta gente, que están actuando como auténticos predicadores rebosantes
de conocimiento y guías iluminados incapaces de cometer algún tipo de error; indicaciones
y consejos vacíos de toda Luz, sapiencia y misericordia, tales como: ‘no hagas
esto, pues casi todo es haram’, ‘déjate la barba hasta aquí’ (como
si fuese un indicador del nivel de la fe la persona), ‘córtate los pantalones
por acá’, ‘coloca tu mano dos centímetros por encima de la otra’, ‘no levantes
la voz tantos decibelios’, ‘no se te ocurra alzar la mirad ni por un instante, ¿o
es que acaso eres un pervertido?’, ‘ten cuidado a quien saludas, no sea que
acabéis los dos en las redes de la lujuria y la concupiscencia’, ‘tú fíate de
mí que entiendo el árabe, pues sin él, no podrás jamás de los jamases entender
ni comprender el Islam’,…
¿Creéis que exagero? Quienes han
pasado por esto saben muy bien de lo que estoy hablando.
Pregunta: ¿de quién es la culpa, pues, de que aquellos que han buscado a Al·lâh y han llegado a su din, al final acaben
huyendo y alejándose del lugar donde pensaban iban a encontrar la respuesta, el
sosiego y la felicidad? ¿Nuestra o suya?
Nuestro escaso – por no decir nulo – conocimiento
de los principios más esenciales del Islam, hace que, en muchas ocasiones,
nosotros seamos la causa por la que la gente no se acerque al Islam; y cuando
alguien colmado de bendición divina accede a conocer el Islam y a interesarse
por él, nosotros actuamos como esbirros del demonio – que Al·lâh nos perdone – haciendo
que la gente salga espantada y no quiera volver a saber nada del Islam y, menos,
de los musulmanes. Y, al final, es nuestro din, el Islam, quien paga el pato –
como se suele decir –, cuando el Islam es totalmente inocente de nuestra mísera
comprensión del din y de nuestra paupérrima praxis del mismo.
Olvidamos, entre otras cosas,
palabras tan simples pero llenas de sapiencia como éstas que dijo el profeta
Mujámmad: “Transmitid buenos auspicios y no malos augurios. Haced las cosas
fáciles y no las hagáis difíciles”. (Transmitido por
Albujârî, Muslim y otros eruditos del jadiz).
Lo que Al·lâh ha preparado en el
Paraíso es algo que todo ser humano desea alcanzar, y el más hermoso y ansiado
regalo que una persona puede obtener en la otra vida es adquirir – con el
permiso de Al·lâh – la inmortalidad disfrutándola en un goce perpetuo. Eso,
nadie lo puede negar, pues de lo contrario no sería humano.
Sin embargo, no debemos olvidar que
el Paraíso es una creación de Al·lâh y no Al·lâh en sí mismo. Por lo tanto, basar
nuestra praxis – basada y que emana de nuestra comprensión del Islam – en una
mera relación mercantil vacía de toda espiritualidad que avive nuestro amor a
Al·lâh, Señor del universo, es una praxis amorfa, pues no puede configurar ni
moldear el espíritu para que, algún día – con el permiso de Al·lâh – lleguemos
a amarle y desearle como criaturas suyas que somos y que le debemos absolutamente
todo.
Pregunta: ¿Queremos, pues, un Islam
de conceptos, de ideas, de consciencia, de actitudes, de esencia y de
espiritualidad, o preferimos un Islam de formas, de posiciones, de modos, de
movimientos y de apariencias?
Para acabar, quisiera concluir
citando un hermosísimo jadiz que nos habla sobre el estado y la gracia que alcanzarán
la gente del Paraíso y, que además, tiene relación con lo que, hasta ahora, he
estado comentando.
Dice el profeta Mujámmad en un jadiz:
‘Cuando la gente del Paraíso tenga todo cuanto se les ha prometido, Al·lâh se
dirigirá a ellos y les dirá: “¿Queréis que os dé algo mejor de lo que ahora tenéis?’.
La gente responderá: ‘¿Y qué podemos tener mejor de lo que ahora tenemos?” Entonces,
se levantará el velo y la gente podrá contemplar el rostro de su Señor, Al·lâh.
Entonces, la gente del Paraíso no tendrá nada mejor con lo que gozar que el
hecho de contemplar el rostro de su Señor”.
Pedimos a Al·lâh que nos conceda su
misericordia y su venia, y nos ilumine para comprender mejor su mensaje y, que,
al llevarlo a la práctica, obtengamos realmente su complacencia. Y, así, tal
vez, podamos entrar en el Paraíso con su beneplácito y pueda concedernos la
gracia sublime de poder contemplar su rostro. Amén.
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